Hace algunas semanas recibimos unas cajas que estaban cuidadosamente guardadas desde nuestra partida después del asesinato de mi padre. Mi mamá nos pidió a mis hermanos y a mí abrirlas para descubrir su contenido. Se trataba del más valioso de los tesoros para nosotros: una parte importante de la biblioteca de mi padre. Descubrimos colecciones de clásicos de la literatura, catálogos de los grandes museos de arte en el mundo y memorias de los grandes líderes políticos del siglo XX.
Para mí, ninguno de esos libros puede compararse en valor con uno que tiene dos características irrepetibles: el tema, mis primeros años de vida y el autor, mi padre. Más allá del contenido, lo importante es que revela la naturaleza y el talante de la paternidad de Luis Carlos Galán. Se tomó varias horas para escribir a mano cada página en un nivel de detalle sorprendente.
En forma disciplinada, hizo un estricto seguimiento mes a mes, año tras año, de mi evolución física y de los rasgos de mi personalidad. El libro termina con un listado minucioso de objetos que destruí durante nuestra permanencia en Roma, cuando mi padre ocupó la Embajada, las reparaciones respectivas y su costo económico. En la conclusión final decía que guardaba la esperanza de que algún día yo le pagaría el equivalente de su valor para “no poner en peligro el patrimonio familiar”.
A mediados de los años 80, vivía mi padre uno de los períodos de mayor zozobra por el ambiente de inseguridad y las amenazas, a tal punto que decidió salir del país. Viajó al Reino Unido con el apoyo de Malcolm Deas, quien lo recibió en Oxford y lo alojó en su estudio. Tenía una alarma instalada por la policía en caso de emergencia. Un día tuvieron que llegar la policía, los bomberos y el cuerpo de rescate de la ciudad, pero no por un atentado. La causa fue una olla de arroz que intentó preparar para la llegada de mi mamá.
En otra de las cajas que destapamos encontré varias postales enviadas durante los seis meses de exilio forzoso. Entre ellas estaba una tarea para su clase de inglés con el título: “My Son Juan Manuel”, “Mi hijo Juan Manuel”. En una cuartilla describía mis gustos y mi personalidad con la agudeza y el sentido del humor que siempre distinguieron las crónicas que redactó cuando ejerció el periodismo.
El recuerdo que guardo de mi padre es el de un ser humano lleno de vida, con escasos 45 años, que decía querer morir después de los 90. Un hombre de mística, con un profundo conocimiento de Colombia, su problemática y sus relaciones exteriores. Un político en el sentido grande de la palabra, con una arraigada ética en el ejercicio de su responsabilidad hacia la causa que defendía hasta el punto de entregar su vida.
Me hará falta siempre su amistad, su consejo, su risa y su obsesión por el deporte. Con el paso de estos 20 años que parecen veinte segundos, he aprendido a vivir con su presencia espiritual. Guardo la esperanza de que mi esposa Carmencita, sienta la calidez de ese suegro cariñoso que no pudo ser. Que mis dos hijos tengan la protección de su alma que siempre he sentido a mi lado y que los jóvenes colombianos puedan reinventar hoy para Colombia la esperanza que perdió hace veinte años.
José Eusebio Caro decía: “El hombre es una lámpara apagada; toda su luz se la dará la muerte”. La luz de mi padre se siente más fuerte con el paso de los años y la evolución de Colombia, mirando las últimas dos décadas de su historia, parece estancada en el tiempo. Una nación que no ha podido superar lo que Galán llamó hace 32 años: “Los desafíos de las mafias”. Un país con profundas iniquidades y flagrantes injusticias que vive de la esperanza en que algún día Luis Carlos Galán será reinventado.
Hoy estoy seguro de que mi padre vive. Vive a través de sus ideas, vive por el cariño que millones de colombianos le profesan y vivirá si las nuevas generaciones asumimos el reto de enarbolar sus banderas de renovación.
Alberto Zalamea es el autor del texto más hermoso que se ha escrito en estos 20 años sobre él: “Contaba Galán que había contemplado en un atardecer de Benares, al borde del Ganges impasible, el incesante lanzamiento de barquitos de paja con una vela encendida, cada uno el símbolo de una vida y un destino, presagios ominosos de un futuro incierto. Él no tuvo que arrepentirse de haber interrogado al enigmático río. Conocía perfectamente el arte de construir su propia vida”.
En esencia, el destinatario del mensaje de mi padre es la juventud como reserva vital de la sociedad y esperanza moral para el ejercicio de la política. Galán logró tocar las emociones de la gente para cambiar su manera de pensar e interpretar sus esperanzas. Los jóvenes colombianos que no conocieron a mi padre pueden encontrar en su legado, pero ante todo en su ejemplo, una fuente de inspiración para dignificar la política como instrumento de transformación.
Mi esperanza es que millones de jóvenes colombianos asuman como propia la herencia de Luis Carlos Galán para que en nuestro país todos sus habitantes sean verdaderos ciudadanos sujetos de derechos y con igualdad de oportunidades.
Hago un llamado a esa juventud que Galán supo interpretar para que luche por un país democrático y justo. Podemos rendirles un homenaje a mi padre y a cuantos han caído por defender sus ideales y principios, reivindicando el derecho que tienen las víctimas al reconocimiento, la dignidad, la memoria, pero ante todo la verdad, que constituye la única reparación real. Sólo así la esperanza de Mahler en su Segunda Sinfonía, la de la Resurrección, será también para Galán: “No naciste en vano, no has vivido ni sufrido en vano. Lo que ha sido debe perecer, lo que ha perecido resucitará”.
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